Fiesta de Santa Agueda de Catral

A Santa Agueda de Sorihuela de Guadalimar y Santa Agueda a la de extramuros de Catral, les brindo mis recuerdos en estas fechas en las que el aire huele a fiesta, y empezamos a contar desde Reyes, que falta un mes no más.

Allá por el cercano 1940 cuando trajeron a nuestra Santa a Catral, los vecinos, los de cerca y los de menos cerca, Elche, Crevillente, el medio y alto Vinalopó, desde Murcia cubriendo toda la Vega Baja, hasta Catral, contaban los días y las horas, esperando el momento de venir a ver a la Santa, comprar bolas y turrones e invadir poco a poco su trozo de huerta. Apenas unos cuantos conocían lo que se escondía detrás, cuatro o cinco días antes llegaban a Santa Agueda, los charamiteros ligeros de  equipaje, con sus charamitas cargadas de alegres notas  hasta la casa del tío Tono Ñiguez, con su preestablecido  concierto de pensión completa se instalaban en la Pajera, cama redonda y universal, allí preparaban sus instrumentos para las actuaciones de los tres días anteriores a la fiesta, cuando su simpática música convocaba a los pequeños y menos pequeños para dar el pasacalles. Después llegaban los polvaristeros con sus carros cargados con  la pólvora para el castillo que se había de disparar la noche de la procesión, como era norma por tradición, igual que los anteriores, con posada completa para los hombres y su animal. Menos ligados a la Santa, aparecían algunos puestos de baratijas, como el de sr. Mohamed, el señor de las barcas con sus dos o tres unidades las cuales disfrutaban los más hábiles que aprendían a darles su movimiento de vaivén, los fotógrafos con sus caballos de madera y cartón, que utilizaban como gancho para hacer sus fotografías situando al niño/a sobre el equino.

La víspera de la Santa, empezaban a llegar los carros, cargados de dulces y turrones, desde Jijona, Caravaca o de cualquier punto donde hubiera un feriante, algunos llegaban a casas de amigos, por conocerse de tantos años, otros traían en el carro su casa y su tienda, había que pasar la noche y dormir sobre colchones de paja, pellorfas o cualquier otro elemento que les ablandara el duro suelo de la calle, y al día siguiente aguantarlo como se pudiera, pero todos traían con ellos la ilusión, la alegría de haber podido volver otro año. Antes de que se levantara  el Alba empezaban a montar sus puestos aprovechando cada uno sus medios y su buen hacer, pronto había que estar de pie, esperando que empezaran a desfilar sus clientes.

La calle de Santa Agueda, era igual de larga que es hoy, esta calle junto con la de Santa Bárbara unen la Ermita de Santa Agueda con la Iglesia de los Santos Juanes de Catral, por ello el espacio era el mismo, la parte norte de la calle que estaba y continua estando junto a la Acequia de Riego, en la parte sur en esas fechas apenas había viviendas junto a la calle, en la parte norte, entre la calle y la acequia, había una  larga hilera de barracas. Los puestos se iban montando a una parte y otra de la calle y empezando desde la ermita hacia el pueblo, se iban agrupando por gremios aunque a veces se colara alguno con otros artículos.

Desde muy temprano confluían los visitantes a pie o en sus carruajes, abuelos, hijos y nietos, cargados casi siempre con amigos y vecinos que se unían durante el viaje y se iban situando junto a la calle. Poco a poco se  llenaba la calle, sin quererlo y sin poderlo evitar se invadían los sembrados al compás de las canciones que entonaban los mayores y aprendían los jóvenes durante el viaje, se iban acoplando las sillas, las mesas, las cestas o capazos de esparto repletos de comida. Cada vez se iban cubriendo más sembrado, había más ollas, sartenes,  los pollos o conejos preparados para hacer las paellas y las frituras, pollo o conejo frito con tomate, embutidos, panes caseros que pese a los cinco o seis  días que estaban  hechos, se mantenían tiernos como el primer día. Cuando se organizaba todo, había llegado la hora del almuerzo, aderezado con el suave vino servido con las artesanas botas de piel, cantos, bailes, risas y carcajadas, para ellos ya se estaba en la fiesta. Llegado este momento no se sabía si la alegría era hechizo de la santa, o resultado del vino y los manjares.

Una vez terminado el improvisado almuerzo, quedaban dos cosas por hacer, una muy importante, llegar hasta la ermita para comprar la medalla y recoger la estampa de Santa Agueda, estos recuerdos permanecían colgados tras la puerta de sus casas o en otro sitio visible hasta el año siguiente, la otra era recorrer la calle mirando puesto tras puesto para comprar, turrón, las bolicas de Santa Agueda o el que era novio la pesá, (consistía en colocar una medida de peso en un lado de la balanza y en la otra ir echando turrón o dulces hasta conseguir el equilibrio). Durante el paseo, se tenía que ir esquivando la mano tendida de los desvalidos que había en toda la calle, entre los visitantes había quien tenía el compromiso  de repartir una cantidad de monedas determinada e iba depositando en cada mano parte de su promesa, cuando crecía la multitud aparecían los sujetos de artes y oficios varios, entre todos sobresalía el juego de la patata que casi siempre engañaba al más espabilao.

Hecho esto había que pasar el día, mirar el paso de la romería, mirar a los trileros, pasearse, hacer la ofrenda a la santa,  hasta que llegara la hora de comer, o la de recoger su improvisado campamento para que llegada la hora pudieran emprender camino de regreso a sus casas, pensando ya como lo iban a preparar  para  próxima fiesta.

Desde hace mucho tiempo las costumbres van cambiando, pero igual que siempre, os deseo una fiesta bonita y especial.

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